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15/07/2020

Charleta Guldenzoph y comisario Lemos procesados por torturas

Los represores fueron enjuiciados con prisión por delitos de lesa humanidad, por el juez Nelson dos Santos, a pedido del fiscal especializado Ricardo Perciballe.

Jorge "Charleta" Guldenzoph. 

Según la Fiscalía, José Felisberto Lemos Pintos “se encuentra incurso en tres delitos de abuso de autoridad contra los detenidos” y en “tres delitos de privación de libertad habida cuenta que es sindicado por Rafael Sanseviero, por José Luis Romero y por Mariana Hernández como responsable de sus padecimientos”.

“A ello se suma el hecho (de) que él reconoce que cumplía funciones en dicho lugar” y “que los detenidos eran por lo menos vendados como forma de su compartimentación”, pero “fundamentalmente” –subraya el documento– que admite haber actuado en los hechos: “Yo participaba en los interrogatorios oficiando como escribiente”, declaró Lemos ante la justicia, según consta a fojas 759 del expediente penal.

Jorge Carlos Guldenzoph Núñez, fue “reconocido por distintas víctimas como partícipe de sus tormentos” –señaló la Fiscalía– y por la prueba reunida en la investigación debe “responder por un delito continuado de abuso de autoridad contra los detenidos” y “un delito continuado de privación de libertad”.

La denuncia fue presentada en el año 2011 con el patrocinio del equipo jurídico del Observatorio Luz Ibarburu, que coordina el abogado Pablo Chargoñia. Se denunciaron varios delitos de lesa humanidad en el marco del terrorismo de Estado, entre ellos privación de libertad, abuso de autoridad contra los detenidos, violencia privada, lesiones personales y atentado violento al pudor. "Con independencia del tipo legal, lo que se verificó en forma sistemática fue una práctica de tortura", señala la denuncia.

El proceso fue obstaculizado por varias chicanas jurídicas interpuestas por la defensa de los acusados, que plantearon recursos de inconstitucionalidad, una estrategia mantenida por la mayoría de los represores enjuiciados en otras causas penales.

Según los denunciantes, que suman medio centenar de personas, en su mayoría ex militantes de la Unión de Juventudes Comunistas (UJC), los hechos ocurridos en dependencias de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia (DNII) durante la dictadura "constituyen prueba de una práctica sistemática y planificada de persecución y tormento a opositores políticos ejercida por agentes estatales en ejercicio de funciones abusivas e ilegítimas que caracterizó el período del terrorismo de estado".


Placa de la memoria colocada en la antigua sede de la DNII, el 20 de julio de 2016, casi cuatro años atrás. 

"Quienes participaron de esas prácticas lo hacían como parte de un aparato organizado en la que las tareas se distribuían para que el conjunto operara conforme al designio de atormentar al detenido", agregó la denuncia.

"Algunos de los tormentos son conocidos con los siguientes nombres: plantones, encapuchamiento, picana eléctrica, submarino o tacho, colgamiento, caballete, estaqueamiento. La tortura se practicaba además mediante lesiones, violaciones, simulacros de fusilamiento, uso de drogas", describieron los denunciantes.

Lemos fue un funcionario policial de carrera que llegó a ocupar, en los años noventa, el cargo de Jefe del Departamento de Hurtos y Rapiñas de la Policía de Montevideo. 


Charleta, el torturador

Por su parte, Guldenzoph fue un militante de la UJC que luego pasó a ser colaborador de la Policía en la represión contra sus ex compañeros, y fue denunciado por haber participado de torturas a detenidos, así como de facilitar información que permitió detener a perseguidos políticos durante la dictadura. 

Su procesamiento ya había sido solicitado por la fiscal Ana María Telechea, y su nombre aparece en varias denuncias por torturas realizadas por perseguidos políticos. Entre ellas, fue señalado en 1985 en el parlamento por el entonces senador del Frente Amplio José Germán Araújo, pero hasta ahora había permanecido impune. 

El siguiente es el tramo de la exposición de Araújo el 2 de julio de 1985, en la que detalla las torturas a las que fue sometido el militante comunista Gonzalo Carámbula, quien por ese entonces era diputado suplente del FA. Carámbula falleció en mayo de 2015.

Pido disculpas al Cuerpo por ello, pero se trata de un testimonio sumamente valioso porque proviene de un hombre conocido por muchos, un inocente que debió enfrentar a la justicia militar. Además, durante todo este tiempo representó al Frente Amplio en la CONAPRO.

“Me refiero al señor Gonzalo Carámbula, periodista, candidato a diputado y hoy suplente de uno de los miembros titulares. Dice así:

Cuando fui detenido, estaba almorzando en una parrillada céntrica, en el mostrador, en marzo de 1976. Dos agentes vestidos de particular, se apersonaron, preguntaron mi nombre y me obligaron a dejar lo poco que quedaba de un churrasco con papas fritas. Minutos después, en las dependencias de inteligencia y Enlace, Departamento 5 al mando del Comisario Benítez, pretendieron sin éxito que comiera lo que acababa de vomitar, aquel almuerzo interrumpido.

El operativo comenzó con golpes desde que me subieron a la camioneta y me taparon -encapucharon- con un campera. Eran unos cinco agentes conducidos por un tal Pressa que a la vez de llevarme se cercioraron de que era el denunciado por alguien que estaba en la acera. Al llegar al edificio de las calles Maldonado y Paraguay, la brutalidad arreció al tiempo que cambiaban la campera por una capucha de verdad (bota de tela azul, de las que se usan para ingresar al quirófano).

Es prácticamente imposible relatar etapas o detalles de la tortura en orden cronológico. Todo se sucede, se mezcla vertiginosamente: los golpes, las esposas, el traslado incesante, el interrogatorio, los gritos de los torturadores y de los torturados. Queda el martilleo de la pregunta que no se responde, para vencer. En mi caso: ¿Dónde vivís? ¿Domicilio? Quedan fragmentos de las sesiones de torturas. Estuve colgado, desnudo, tomado con cuerdas desde las muñecas envueltas en trapos para evitar huellas futuras. (De todas formas, luego de nueve años, algo se nota en mi mano derecha).

Cada tanto venían como a jugar con mi cuerpo, columpio de carne que mecían pesadamente con piñazos, insultos, patadas y preguntas. Para mí había pasado mucho cuando alguien comenzó a acercar pedregullo, o piedritas muy pequeñas, a las puntas de mis pies colgantes. Desesperadamente, creyendo que era una gentileza de los que hacen el papel de 'buenos', intenté armar a punta de pie un montoncito para apoyarme en algo y reducir el estiramiento, dolor de hombros. Con risa delincuente de serial televisiva, quien acercaba las piedras me advirtió: 'Ahora cuando te moje' -empezó a echar agua- 'la piel se te ablandará y las que ahora juntas se te meterán hasta el c... También en este triste campo, la imaginación no tiene límite.

En algún momento me llevaron al submarino del subsuelo o de la planta baja. Consistía en lo que ya todos sabemos. Me ataron boca abajo sobre una tabla que permitía dejar la cabeza colgada. Al levantar el extremo posterior, en el que tenía atados los tobillos, la cabeza se sumergía en un tacho con agua". Después de esto, agrega un signo de interrogación y continúa: "Participaban de la sesión unas cuatro o cinco personal a juzgar por las voces y el manipuleo de la tabla.

Quizás sorprenda que comente que no me resultaba tan dramático tragar agua hasta pensar en morir, como cuando me sacaban la cabeza pero no me dejaban respirar inmediatamente, presionando la capucha. Recuerdo especialmente que me amenazaban continuamente con 'lo de Balbi', joven militante comunista muerto en torturas en aquellos días. La insistencia con 'lo de Balbi' era mayor cuando estaba en el submarino. La furia aumentaba en los interrogadores en la misma proporción en que uno ganaba la paz de sentirse, vaya paradoja, más fuerte y más digno.

La cabeza se permite volar, despegar de la situación concreta del dolor. Hablaba de la furia. 'Me encontré en el medio de lo que después supe era la cocina del tercer piso. Por supuesto, seguía encapuchado y desnudo. De pronto entraron riéndose y comentando cuestiones de fútbol. Comenzó la paliza, luego la picana. Ya casi no me preguntaban nada. Reían. La electricidad me hacía contornear, girar, mover como una 'gallina loca' al decir de un torturador. También allí tiraron agua. Descalzo y desnudo tocaban con la picana el charco y mi cuerpo y todo era igual. Me caía, daba vueltas, me paraba, volvía a caer en medio de sus risas. Se terminó. Quedé allí parado. (Hubo también en esa pieza un submarino sui generis, en el fogón de la cocina). ¿Cuánto había transcurrido? ¿Qué vendría ahora? Creo que todos nos hicimos estas preguntas en esas pausas.

Entró entonces un personaje que me pareció más bajo y que tenía la voz de aquel Pressa. Tocándome el hombro, dijo: 'Conmigo cantaron varios pesados con cruces encima. Vos que están pa' la ideológica no me vas a joder'. No sentí en las otras formas del castigo, la seña de aquel instante, quizás fuera la inhumanidad directa. Que una persona sola, sin estímulos de público, sin el resguardo y el incentivo bestial del grupo de torturadores, sin estar drogado o borracho, pegara patadas y puñetazos en otra persona apenas vestida con la capucha y las esposas que aferraban las manos a la espalda. Fue sin duda de mis peores experiencias, es mi peor recuerdo.

Todavía tengo presente el final de este capítulo; estaba en el suelo cuando me taconeó en la espalda diciendo, con tono de reproche, '¡me hiciste sudar!". De todo esto está informando a la Justicia uruguaya el señor Gonzalo Carámbula. "Pocas cosas más memorizo. Me llevaron a un baño y me ataron al caño de la ducha. Siempre tomándome las muñecas pero esta vez puestas a la espalda y estando yo en pie. Nunca olvidaré la desesperación que tenía por tomar algo. Hubo quienes se bañaron cerca mío. Cuando se fueron, lamí las paredes humedecidas por el vapor. Tenía, en ese momento, pantalones. Reclamé en vano permiso para orinar pero tuve que hacerlo encima.

Pretender denigrar a veces así, sencillamente, o a veces más groseramente, como cuando me pegaron con un tablón en el pecho y en la boca haciéndome saltar los dientes. No viene al caso explicar el por qué de un intento de autoevasión que ensayé. Las razones quizás estén en la situación que he venido contando, pero mucho tiene que ver esa voluntad ilimitada por alcanzar la libertad, allí individual; por vencer la cárcel injusta, como lo hizo el pueblo, usando todas las armas que la iniciativa crea. Lo mío fue algo parecido a lo que intentaría Elena Quinteros unos meses después.

He dicho que el interrogatorio concentraba baterías en el '¿Dónde vivís? ¿Qué domicilio tenés? ¿Con quién vivís? digo ahora que compartía entonces un apartamento con un compañero requerido por el delito de pensar distinto. La policía, que no concebía mi intransigencia como un valor ético primero y menos como una forma más de lucha, se exacerbaba y descerrajaba más ferocidad. Para aliviar un poco la carga dije que había pasado las noches sin domicilio fijo, con la esposa de un poderoso industrial vinculado al gobierno y que no podía dar el nombre sin provocar un verdadero escándalo. Evidentemente, o no soy un buen artista o no les importaba si se involucraba a un personero de la dictadura. Lo cierto es que la bestialidad seguía en ascenso...

Sin embargo, esa excusa me sirvió para hilvanar una 'leyenda'. Dije que estaba dispuesto a denunciar el domicilio de la supuesta mujer, en tanto me llevaran a la terminal en Carrasco del '104'. Ocurrencia que me vino a la cabeza porque unos días antes de ser detenido me habían comentado que de allí para adentro estaba la casa del Embajador de México. La satisfacción de los torturadores no demoró en notarse, luego de estar dos días colgado, de los golpes, de los submarinos y la picana, vino una silla. Obviamente, se mantuvo la capucha, las esposas y los pantalones orinados. En aquella madrugada para mí sin clima, cuando se dispusieron a salir de 'caza de bolches' como ellos decían, me condujeron hasta la terminal. Me liberaron de la capucha y las esposas como lo requerí.

Descendimos y comenzamos a caminar para 'marcar' la casa de quien -imaginariamente- me había 'enterrado'. Cuando caminaba flanqueado delante por dos agentes y detrás por tres, temblaba en mi la idea de la libertad. Buscaba ansiosamente la casa que tuviera las características que me habían reseñado (jardín al frente, dos pisos, verja) y buscaba el escudo de la República de México. Cuando estuve frente a una residencia que se me antojó con tales señales, me zambullí por sobre un portón al grito desesperado de '¡Embajador, embajador' ".

Todo este relato de Carámbula, señor Presidente -tanto a él, como a mí, como seguramente al resto de los señores senadores- nos hace imaginar con más claridad todo lo que pudo haber pasado por la cabeza de Elena Quinteros aquel día de junio de 1976. Continúa diciendo Gonzalo Carámbula: "Los agentes quedaron paralizados durante unos segundos, pero ya cuando alcancé la escalera exterior de una casa que nada tenía que ver con México, sentí a mi costado, en la pared, el impacto de un balazo. Inmediatamente, como si hubieran llegado con esa bala, todas las manos y puños que antes sentí en la tortura otra vez sobre mí, en frenesí más intenso y cuando mi esperanza quedaba aferrada a un pestillo arrancado de una puerta que no se abrió.

Es poco lo que recuerdo de los días inmediatos posteriores. Algunas escenas como cuando estaba en un piso, boca abajo, y me dieron un inyectable. Recuerdo que grité, o me pareció gritar, que no cantaría y que tampoco lo haría con pentotal y me contestaron que se trataba de un calmante. Recuerdo otro episodio, uno que para mí es algo especial. Estaba de plantón cuando se puso delante de mí un funcionario y me dijo: "Así que no se te puede pegar, eh'.

A Gonzalo Carámbula le habían puesto un cartelito en la espalda que decía: "Prohibido tocar; está roto". Pensó unos minutos y comenzó a tocarme simplemente con la punta de sus dedos. Me parecía aquello una nueva golpiza porque mi cuerpo estaba hinchado y amoratado. La "pera podrida" me llamaban los propios torturadores. Pero no satisfecho, volvió a las preguntas del principio: "¿dónde vivís?, y con comentarios de mi intento de fuga. Esta vez me pateaba, despaciosamente pero me pateaba; me pateaba los pies hasta que me hizo salta las uñas de los dedos grandes. Sobre estos extremos pueden atestiguar familiares y amigos que me vieron a los cincuenta días, cuando el Juez militar de 3er. Turno no halló causa para abrir un expediente y el de 5º Turno tomó mi testimonio para incorporarlo a un expediente sobre la Universidad".

Hasta la Justicia Militar, tuvo que reconocer la inocencia de Gonzalo Carámbula; y a inocente, a todos los inocentes de todos estos años, les han hecho este tipo de cosas. También pude constatar la presencia en todo ese período de Jorge Gundelzoph" el de la secta Moon "a quien también conocía de antes. Recuerdo particularmente que discutía con otros oficiales y les insistía sobre la necesidad de dotar a los jóvenes de Secundaria de una ideología, que no bastaba con perseguir a los comunistas. Según información posterior que pude obtener, esta persona que creo fue la que corroboró mi identidad desde la acera, según conté al principio, participó en el Congreso que realiza la Secta Moon en el pasado mes de marzo de 1984.

Por último, quiero señalar por la importancia que pueda tener para el esclarecimiento del caso Quinteros, que cuando estuve detenido en las circunstancias relatadas, conversé en más de una oportunidad con el agente apodado el "Cacho", a quién podría reconocer y estoy dispuesto a reconocerlo ante la Justicia. Esta persona, que trabajaba entonces según sus dichos como mozo del "Bar Hispano", denotaba su deformación cuando comentaba con naturalidad, sin tener noción de que hablaba de una vida, que si él hubiera estado el día de mi tentativa de autoevasión, hubiera acertado en el tiro. "El que te tiró era un aprendiz, yo te hubiera dado en el medio del lomo".


Aliados de Sudestada